Hace algo más de dos años me fui de viaje una semana a Oporto con un casi completo desconocido y, de mutuo acuerdo, decidimos no quedar previamente ni para tomar un café y encontrarnos por primera vez en la cola de facturación del aeropuerto. Ese día, imbécil de mí, se me ocurrió ponerme unas botas con hebillas de metal por lo que me obligaron a descalzarme en los controles mientras el desconocido “ya conocido” sonreía irónicamente pensado “ésta no ha montado en avión desde el 11S”.
Las pocas personas que supieron dónde y con quién estaba se pasaron la semana llamándome todos-los-días por teléfono para asegurarse de que aún no me había convertido en un cadáver tirado en una cuneta.
Recuerdo que me llevé una maleta pequeña de esas de ruedas y que las ruedas acabaron destrozadas de tanto arrastrarlas por esas calles de empedrados imposibles y cuestas agotadoras. También recuerdo que una noche dormí en una pensión de lo más decadente, al lado de una calle en obras y que el ruido era tan infernal que tuve que ponerme, literalmente, a contar ovejas para intentar dormir.
En medio de la semana, decidimos coger un tren de cercanías para pasar un par de noches en Aveiro y, en mi memoria, Aveiro, al que llaman - con cierta ostentación- la Venecia Portuguesa, es un pueblecito con cierto encanto pero muy triste donde sólo hay pastelerías, restaurantes con manteles de cuadros blancos y rojos, demasiados gatos por la calle y muchas pescaderías sin peces. Me reí mucho cuando la dueña del hostal nos preguntó que si en España ese día también era 16 de febrero.
Lo que nunca le dije a nadie es que mi casi único motivo para viajar a Oporto era conocer la Librería Lello, una de las más hermosas del mundo y , probablemente, la más hermosa de Europa.
Regresé a Madrid un viernes y, a partir de ese mismo día, las chicas y yo teníamos reservado un fin de semana rural y no podía perdérmelo, así que me fui directamente del aeropuerto a la calle donde tenía aparcado el coche, me reuní con ellas y conduje hasta Ávila con una rueda desinflada.
Cuando llegamos a la casa me di cuenta de que toda la ropa que llevaba en la maleta estaba sucia.
Las pocas personas que supieron dónde y con quién estaba se pasaron la semana llamándome todos-los-días por teléfono para asegurarse de que aún no me había convertido en un cadáver tirado en una cuneta.
Recuerdo que me llevé una maleta pequeña de esas de ruedas y que las ruedas acabaron destrozadas de tanto arrastrarlas por esas calles de empedrados imposibles y cuestas agotadoras. También recuerdo que una noche dormí en una pensión de lo más decadente, al lado de una calle en obras y que el ruido era tan infernal que tuve que ponerme, literalmente, a contar ovejas para intentar dormir.
En medio de la semana, decidimos coger un tren de cercanías para pasar un par de noches en Aveiro y, en mi memoria, Aveiro, al que llaman - con cierta ostentación- la Venecia Portuguesa, es un pueblecito con cierto encanto pero muy triste donde sólo hay pastelerías, restaurantes con manteles de cuadros blancos y rojos, demasiados gatos por la calle y muchas pescaderías sin peces. Me reí mucho cuando la dueña del hostal nos preguntó que si en España ese día también era 16 de febrero.
Lo que nunca le dije a nadie es que mi casi único motivo para viajar a Oporto era conocer la Librería Lello, una de las más hermosas del mundo y , probablemente, la más hermosa de Europa.
Regresé a Madrid un viernes y, a partir de ese mismo día, las chicas y yo teníamos reservado un fin de semana rural y no podía perdérmelo, así que me fui directamente del aeropuerto a la calle donde tenía aparcado el coche, me reuní con ellas y conduje hasta Ávila con una rueda desinflada.
Cuando llegamos a la casa me di cuenta de que toda la ropa que llevaba en la maleta estaba sucia.