Hoy echo de menos tremendamente lo que fue... Echar de menos... echar de más. De más también echo. Lo malo, lo terrible, es que las cosas que importan se devalúan como si fueran aire y las tapamos con cromos mal interpretados, apenas dibujados, de colores sucios, somos mentirosos por naturaleza, hasta al aire le mentimos. Qué puedo echar de menos yo?. Cuando jugábamos al tiempo en aquella Plaza de las Monjas y luego me llamabas porque un chico rubio (muy guapo, por cierto) te daba besos con lengua y no te gustaba nada. Y entonces a mí me entraban ganas de dar besos con lengua para poder opinar y opinaba lo mismo que tú, que no me gustaban nada, porque se los daba a quien no debía. Siempre las prisas.
Y luego ese fin de semana al final del todo, cuando ya había nacido alguien de tu vientre y éramos adultas y, teóricamente sabias y, sin embargo, nadie nos había preparado para eso: despedirnos antes de tiempo. Y esa fiesta en la terraza. Y las fotos (siempre salgo con una cerveza en la mano, no sé cuántas me bebí, como si no quisiera saber a qué había ido,)y ese bar de Zurich y todas las cachimbas que me fumé después de ir a la farmacia y comprarme un montón de ibuprofenos para paliar el dolor de espalda, ese dolor imposible de curar que provoca el miedo.
Y después, pues sigues para adelante, con una cicatriz de esas que te vuelven el rostro adulto. Y echas de menos tanto que el resto se vuelve inmaterial y hasta absurdo. Leve. Hasta que llega una noche como ésta y el dolor se desparrama y detrás del teléfono no está tu voz para oír todas las tonterías que alguien es capaz de contar. Y, de repente, lloras por todo lo que se te ha quedado en las tripas sin digerir. LLoras hasta entender que esto último que te sucede es una idiotez. Y luego te duermes tranquila. Poniendo cada cosa en su sitio. Intentando saber quién eres. Olvidando sucesos y gente que apenas importan.
Y luego ese fin de semana al final del todo, cuando ya había nacido alguien de tu vientre y éramos adultas y, teóricamente sabias y, sin embargo, nadie nos había preparado para eso: despedirnos antes de tiempo. Y esa fiesta en la terraza. Y las fotos (siempre salgo con una cerveza en la mano, no sé cuántas me bebí, como si no quisiera saber a qué había ido,)y ese bar de Zurich y todas las cachimbas que me fumé después de ir a la farmacia y comprarme un montón de ibuprofenos para paliar el dolor de espalda, ese dolor imposible de curar que provoca el miedo.
Y después, pues sigues para adelante, con una cicatriz de esas que te vuelven el rostro adulto. Y echas de menos tanto que el resto se vuelve inmaterial y hasta absurdo. Leve. Hasta que llega una noche como ésta y el dolor se desparrama y detrás del teléfono no está tu voz para oír todas las tonterías que alguien es capaz de contar. Y, de repente, lloras por todo lo que se te ha quedado en las tripas sin digerir. LLoras hasta entender que esto último que te sucede es una idiotez. Y luego te duermes tranquila. Poniendo cada cosa en su sitio. Intentando saber quién eres. Olvidando sucesos y gente que apenas importan.